Mi Venezuela
By Marialena Peña
Venezuela has been in the news in recent memory for seemingly worse and worst reasons: a staggering economy, the spike in crimes, the loss of basic necessities, hunger, and chaotic elections. Marialena Peña, a Venezuelan native and mother of Jessica and Karina Anthony, recalls the good times spent in her home country and laments its current tragedies. [An English translation, by Jessica Anthony, follows the piece in its original Spanish.]
Como a muchos inmigrantes, la tierra que dejas atrás siempre se queda incrustada dentro de ti, y de esa manera yo siento a Venezuela en mi corazón. Es la tierra donde yo nací y crecí. Es una tierra que marca mi identidad, la persona que soy, mis gustos, mi forma de comunicarme y hasta mi forma de ver la vida. Cuando escucho hablar a mis amigos venezolanos me siento en terreno familiar. ¡Qué placer cuando uno escucha las expresiones que dicen tanto diciendo poco, creando una conexión especial con esas personas! ¡Qué agradable compartir nuestro sentido del humor, los recuerdos, las comidas, la música que nos mueve! Todo eso nos acerca y nos da vida. Pero inevitablemente cuando estoy con otros venezolanos, las conversaciones en algún momento se enfocan en la situación en Venezuela. Quizás todo empieza cuando uno le pregunta a alguien cómo está la familia. La expresión de las caras cambia, y empieza una historia de dolor. Desafortunadamente ese dolor también es parte de ser venezolana.
A todos los venezolanos que hemos estado fuera del país, de alguna manera, a pesar de la distancia, nos ha tocado vivir la tristeza de la situación venezolana bien de cerca porque nuestras familias y amigos cercanos lo viven todos los días. Mis padres, por ejemplo, se vinieron a vivir aquí permanentemente hace año y medio. Después de pasar los años anteriores viniendo temporalmente, la última vez que fueron a Venezuela decidieron que ya era hora de quedarse aquí, en los Estados Unidos. Esa última vez volvieron a vivir la odisea que significa hacer cualquier cosa en ese país, desde comprar comida, sacar dinero del banco, encotrar medicamentos, y hasta simplemente lidiar con los cortes de agua y electricidad. Decían que para ir al supermercado tenían que ir dispuestos a esperar en una cola por horas. También veían como algunas personas llegaban amenazantes a colarse al principio de la cola, y la gente los dejaba por miedo de que les hicieran daño. Luego compraban lo que podían encontrar. Si no hay leche, no toman leche. Si la cola para conseguir una ración de pollo estaba imposiblemente larga, no compraban pollo. Y así, lo que encontraban decidía lo que podían o no comer en los próximos días. Para sacar dinero del banco había que llevar bolsas grandes por la cantidad de billetes que no valían nada, y luego había un límite de lo que podían sacar, por lo cual el dinero que sacaban no alcanzaba para mucho. Aunque tampoco era mucho lo que tenían en la cuenta que además se devaluaba al pasar el día. Para encontrar medicinas tenían que ir a distintas farmacias, a veces preguntando a los conocidos a ver si alguien sabía donde encontrar algún medicamento en particular. A veces regresaban a la casa sin encontrar lo que necesitaban.
Pero esa última vez les tocó peor que nunca. El carro que habían dejado allá y que mi hermano estaba usando tuvo un problema mecánico, pero durante los meses que estuvieron allá no lograron encontrar los repuestos que necesitaban para arreglarlo. Entonces les tocó hacer todo en transporte público o caminando. Las medicinas ya no se conseguían. El dinero que recibían de las pensiones alcanzaba cada vez para menos. Ya casi ni podían ver a la familia por la dificultad del transporte. Y luego ver a la familia era para escuchar historias de dolor. Venirse a vivir a este país no era lo que ellos querían hacer. El dinero de las pensiones no lo podían recibir aquí y si se cambiaba a dólares en el mercado negro, la única posibilidad, no hubiese valido nada, además de las complicaciones de tener que dejar a alguien encargado de hacerlo. La casa humilde que mis padres tienen allá no se vendía, y si se hubiera podido vender tampoco hubiese sido fácil convertir el dinero a dólares. Prefirieron dejársela a un tío mío que no tenía donde vivir. Es así que se venían a este país sin nada, mi mamá de 77 años y mi papá de 82. Se venían a vivir con mi hermana y conmigo, a depender de nosotras, sin hablar inglés, dejando al resto de la familia atrás. Pero tomaron la decisión pensando que era lo mejor. Y así como ellos se vinieron en esas condiciones, hay otros venezolanos que se quedan lidiando con los problemas y tratando de sobrevivir cada día.
Mis amigos tienen otras historias. Hermanos que se han ido o están en el proceso de irse y las dificultades que enfrentan. Familiares que se quedan a los que les mandan dinero y cosas que necesitan. Están también los que se enferman y no pueden encontrar el tratamiento adecuado. Hay historias de personas que han sido robadas de una manera violenta agradeciendo que al menos los dejaron con vida. Y están los que han perdido la vida en manos del crimen o por falta de atención médica.
Yo salí de mi país hace más de 23 años, en el año 1995. En ese entonces se decía que había crisis económica. Los años de opulencia en Venezuela, que fueron desde principios de los 70s hasta 1980, hacía tiempo habían quedado atrás. Yo era una niña durante esos años dorados. En el año 1973 el barril de petróleo pasó de un precio promedio de $2.9 a $11.9, lo cual siendo el petróleo responsable de más del 25% del ingreso del gobierno en aquella época, la subida del ingreso fue gigantesca. Fue una época de desarrollo, de crecimiento, de disfrute y de esperanza. Había problemas, cada gobierno que venía parecía ser más corrupto que el anterior, y la riqueza no estaba repartida de forma justa. Sin embargo el ambiente donde yo crecí fue por lo general feliz. Recuerdo las fiestas y reuniones familiares, las personas hablando de sus viajes al exterior, la proliferación de clubes sociales donde las familias iban a entretenerse, la gente vistiéndose a la última moda, jóvenes que recibían becas para estudiar en las mejores universidades del mundo y regresaban al país. También recuerdo las fiestas a todo dar, y las reinas de belleza llenando de orgullo a todos. En mi casa no había tanta abundancia como la que yo veía a mi alrededor, pero no nos faltaba nada. Cuando recuerdo esa época, mis memorias están llenas de las comidas disfrutadas, de la música bailada, de las emociones sentidas al compartir con gente, riéndonos y pasándola bien.
Luego me tocó vivir el deterioro. El 18 de Febrero de 1983 los venezolanos lo sentimos de golpe; un día que pasó a la historia como “el viernes negro”. Ese día, el presidente anunció en cadena nacional medidas que cambiarían la vida de todos. El cambio más simbólico que marca un antes y un después fue la devaluación de la moneda, la cual estaba fijada oficialmente desde el año 1961 a 4.3 Bs/dólar, y desde ese día cambiaba a 7.5 Bs/dólar. Los precios del petróleo bajaban. Recuerdo que a partir de ese momento se empezaron a acabar las extravagancias. Las becas del gobierno disminuyeron, la gente viajaba menos, el desempleo subía al igual que los precios, había angustia y descontento. También la inseguridad empezaba a ser parte del sentimiento nacional. Se empezaban a escuchar más casos de robos y de crímenes violentos.
A fines de los 80s, cuando asistía a la universidad, pensaba que los jóvenes de entonces podríamos hacer que las cosas cambiarán. Aprendíamos para ser mejores profesionales y administradores y así no cometer los errores del pasado. Había que cambiar el rumbo del país para mejor. Desafortunadamente, veía que después que se lograban cosas, siempre había un retroceso. Cuando dejé el país en el año 95, había mucha desilusión. No había mucho optimismo; la mentalidad era más de “sálvense quien pueda”. Al ver que los ingresos del petróleo bajaban y el sistema financiero entraba en crisis, muchos optaron por sacar su dinero del país. Yo ya contemplaba la idea de irme, pero no por la crisis, aunque ésta me ayudó a tomar la decisión. Venezuela, aunque llena de problemas, era mi vida. Me vine principalmente porque estaba en una relación de larga distancia con un novio americano y decidimos que queríamos estar juntos. Además, como me emocionaba la idea de explorar otra tierra y de tener la experiencia de vivir aquí, decidimos que yo me venía. En ese momento siempre pensé que volvería a mi país, que viviría ahí con mi familia. Existía la esperanza de que las cosas mejoraran en algún momento.
Durante mis primeros años aquí, siempre mantuve un vínculo fuerte con mi Venezuela. Pero a medida que pasaba el tiempo, la situación allá se ponía cada vez peor. Chávez ganó las elecciones en 1998 y a partir de 1999 empezó a llevar al país en camino al peor fiasco de nuestra historia. La última vez que estuve en Venezuela fue en el 2007. El deterioro ya era enorme en aquel entonces, a pesar de que los precios del petróleo estaban más altos que nunca. Se podía ver el descuido en las calles abarrotadas de tráfico, un crecimiento desordenado, construcciones abandonadas, suciedad. El caos abundaba mientras la comida empezaba a escasear. Dejé de ir principalmente por miedo a la inseguridad. La tasa de criminalidad continuaba creciendo. También dejé de ir porque muchas personas queridas ya empezaban a irse del país y los que quedaban vivían con más dificultades, y porque el descontento empezó a generar más violencia en las calles cuando la gente salía a protestar.
Hace unos años, en el 2014, la gente empezó a protestar masivamente en las calles. Había esperanza de que con la protesta quizá se podría poner presión en el gobierno para que hubiera cambios.Y hubo cambios, lamentablemente para peor. Hubo represión, muertes, jóvenes encarcelados y torturados. Momentáneamente hubo esperanza. En el año 2015 la oposición triunfa en las elecciones ganando una amplia mayoría en los asientos de la Asamblea Nacional. Pero una cantidad de maniobras ilegales del gobierno terminan por quitarle el poder a la Asamblea. Las protestas llegaron a un punto de ebullición en el año 2017 cuando los opositores lideraban sin descanso la salida a las calles. Al mismo tiempo se logró que incrementara la presión internacional, con la oposición encontrando aliados, mientras el gobierno perdía muchos de los suyos. Sin embargo fue también en ese año cuando el gobierno afianzó su control y aplacó a los opositores. En medio de fuertes protestas constantes durante cuatro meses, con los problemas económicos y de salud agudizándose, el gobierno reprimía con mano dura. En otra maniobra sucia durante ese tiempo, también se creó la Asamblea Nacional Constituyente, formada por representantes simpatizantes al gobierno, cuyo propósito era redactar una nueva constitución, pero la cual terminó asumiendo otros poderes. La represión ese año dejó 72 muertos, según el diario El Nacional y miles de heridos y encarcelados. Al final la oposición se divide y pierde fuerza. Luego el gobierno formalmente, bajo la desición 156 del Tribunal Supremo de Justicia, hace que el mismo tome las funciones de la Asamblea Nacional. La gente ya exhausta, dejó de salir a las calles y aceptó la derrota. Para muchos, las alternativas eran o resignarse o emigrar. Así durante los últimos dos años, otros países se han visto inundados de venezolanos en busca de un mejor futuro.
Todo esto yo lo vivo desde aquí, como una testigo lejana, pero testigo al fin porque veo con dolor el sufrimiento que esta tragedia ha traído y lo sufro. Leer las noticias y compartir con otros lo que está pasando, más de una vez me ha llenado los ojos de lágrimas. El compartir esta tristeza nos llena de indignación a los venezolanos que estamos fuera del país, pero sabemos que aunque lejos de nuestra tierra, aquí llevamos un pedacito de ella y al compartir revivimos un poco el espíritu de las cosas buenas que dejamos, así como también el consuelo de juntos entender nuestro dolor.
Como a muchos inmigrantes, la tierra que dejas atrás siempre se queda incrustada dentro de ti, y de esa manera yo siento a Venezuela en mi corazón. Es la tierra donde yo nací y crecí. Es una tierra que marca mi identidad, la persona que soy, mis gustos, mi forma de comunicarme y hasta mi forma de ver la vida. Cuando escucho hablar a mis amigos venezolanos me siento en terreno familiar. ¡Qué placer cuando uno escucha las expresiones que dicen tanto diciendo poco, creando una conexión especial con esas personas! ¡Qué agradable compartir nuestro sentido del humor, los recuerdos, las comidas, la música que nos mueve! Todo eso nos acerca y nos da vida. Pero inevitablemente cuando estoy con otros venezolanos, las conversaciones en algún momento se enfocan en la situación en Venezuela. Quizás todo empieza cuando uno le pregunta a alguien cómo está la familia. La expresión de las caras cambia, y empieza una historia de dolor. Desafortunadamente ese dolor también es parte de ser venezolana.
A todos los venezolanos que hemos estado fuera del país, de alguna manera, a pesar de la distancia, nos ha tocado vivir la tristeza de la situación venezolana bien de cerca porque nuestras familias y amigos cercanos lo viven todos los días. Mis padres, por ejemplo, se vinieron a vivir aquí permanentemente hace año y medio. Después de pasar los años anteriores viniendo temporalmente, la última vez que fueron a Venezuela decidieron que ya era hora de quedarse aquí, en los Estados Unidos. Esa última vez volvieron a vivir la odisea que significa hacer cualquier cosa en ese país, desde comprar comida, sacar dinero del banco, encotrar medicamentos, y hasta simplemente lidiar con los cortes de agua y electricidad. Decían que para ir al supermercado tenían que ir dispuestos a esperar en una cola por horas. También veían como algunas personas llegaban amenazantes a colarse al principio de la cola, y la gente los dejaba por miedo de que les hicieran daño. Luego compraban lo que podían encontrar. Si no hay leche, no toman leche. Si la cola para conseguir una ración de pollo estaba imposiblemente larga, no compraban pollo. Y así, lo que encontraban decidía lo que podían o no comer en los próximos días. Para sacar dinero del banco había que llevar bolsas grandes por la cantidad de billetes que no valían nada, y luego había un límite de lo que podían sacar, por lo cual el dinero que sacaban no alcanzaba para mucho. Aunque tampoco era mucho lo que tenían en la cuenta que además se devaluaba al pasar el día. Para encontrar medicinas tenían que ir a distintas farmacias, a veces preguntando a los conocidos a ver si alguien sabía donde encontrar algún medicamento en particular. A veces regresaban a la casa sin encontrar lo que necesitaban.
Pero esa última vez les tocó peor que nunca. El carro que habían dejado allá y que mi hermano estaba usando tuvo un problema mecánico, pero durante los meses que estuvieron allá no lograron encontrar los repuestos que necesitaban para arreglarlo. Entonces les tocó hacer todo en transporte público o caminando. Las medicinas ya no se conseguían. El dinero que recibían de las pensiones alcanzaba cada vez para menos. Ya casi ni podían ver a la familia por la dificultad del transporte. Y luego ver a la familia era para escuchar historias de dolor. Venirse a vivir a este país no era lo que ellos querían hacer. El dinero de las pensiones no lo podían recibir aquí y si se cambiaba a dólares en el mercado negro, la única posibilidad, no hubiese valido nada, además de las complicaciones de tener que dejar a alguien encargado de hacerlo. La casa humilde que mis padres tienen allá no se vendía, y si se hubiera podido vender tampoco hubiese sido fácil convertir el dinero a dólares. Prefirieron dejársela a un tío mío que no tenía donde vivir. Es así que se venían a este país sin nada, mi mamá de 77 años y mi papá de 82. Se venían a vivir con mi hermana y conmigo, a depender de nosotras, sin hablar inglés, dejando al resto de la familia atrás. Pero tomaron la decisión pensando que era lo mejor. Y así como ellos se vinieron en esas condiciones, hay otros venezolanos que se quedan lidiando con los problemas y tratando de sobrevivir cada día.
Mis amigos tienen otras historias. Hermanos que se han ido o están en el proceso de irse y las dificultades que enfrentan. Familiares que se quedan a los que les mandan dinero y cosas que necesitan. Están también los que se enferman y no pueden encontrar el tratamiento adecuado. Hay historias de personas que han sido robadas de una manera violenta agradeciendo que al menos los dejaron con vida. Y están los que han perdido la vida en manos del crimen o por falta de atención médica.
Yo salí de mi país hace más de 23 años, en el año 1995. En ese entonces se decía que había crisis económica. Los años de opulencia en Venezuela, que fueron desde principios de los 70s hasta 1980, hacía tiempo habían quedado atrás. Yo era una niña durante esos años dorados. En el año 1973 el barril de petróleo pasó de un precio promedio de $2.9 a $11.9, lo cual siendo el petróleo responsable de más del 25% del ingreso del gobierno en aquella época, la subida del ingreso fue gigantesca. Fue una época de desarrollo, de crecimiento, de disfrute y de esperanza. Había problemas, cada gobierno que venía parecía ser más corrupto que el anterior, y la riqueza no estaba repartida de forma justa. Sin embargo el ambiente donde yo crecí fue por lo general feliz. Recuerdo las fiestas y reuniones familiares, las personas hablando de sus viajes al exterior, la proliferación de clubes sociales donde las familias iban a entretenerse, la gente vistiéndose a la última moda, jóvenes que recibían becas para estudiar en las mejores universidades del mundo y regresaban al país. También recuerdo las fiestas a todo dar, y las reinas de belleza llenando de orgullo a todos. En mi casa no había tanta abundancia como la que yo veía a mi alrededor, pero no nos faltaba nada. Cuando recuerdo esa época, mis memorias están llenas de las comidas disfrutadas, de la música bailada, de las emociones sentidas al compartir con gente, riéndonos y pasándola bien.
Luego me tocó vivir el deterioro. El 18 de Febrero de 1983 los venezolanos lo sentimos de golpe; un día que pasó a la historia como “el viernes negro”. Ese día, el presidente anunció en cadena nacional medidas que cambiarían la vida de todos. El cambio más simbólico que marca un antes y un después fue la devaluación de la moneda, la cual estaba fijada oficialmente desde el año 1961 a 4.3 Bs/dólar, y desde ese día cambiaba a 7.5 Bs/dólar. Los precios del petróleo bajaban. Recuerdo que a partir de ese momento se empezaron a acabar las extravagancias. Las becas del gobierno disminuyeron, la gente viajaba menos, el desempleo subía al igual que los precios, había angustia y descontento. También la inseguridad empezaba a ser parte del sentimiento nacional. Se empezaban a escuchar más casos de robos y de crímenes violentos.
A fines de los 80s, cuando asistía a la universidad, pensaba que los jóvenes de entonces podríamos hacer que las cosas cambiarán. Aprendíamos para ser mejores profesionales y administradores y así no cometer los errores del pasado. Había que cambiar el rumbo del país para mejor. Desafortunadamente, veía que después que se lograban cosas, siempre había un retroceso. Cuando dejé el país en el año 95, había mucha desilusión. No había mucho optimismo; la mentalidad era más de “sálvense quien pueda”. Al ver que los ingresos del petróleo bajaban y el sistema financiero entraba en crisis, muchos optaron por sacar su dinero del país. Yo ya contemplaba la idea de irme, pero no por la crisis, aunque ésta me ayudó a tomar la decisión. Venezuela, aunque llena de problemas, era mi vida. Me vine principalmente porque estaba en una relación de larga distancia con un novio americano y decidimos que queríamos estar juntos. Además, como me emocionaba la idea de explorar otra tierra y de tener la experiencia de vivir aquí, decidimos que yo me venía. En ese momento siempre pensé que volvería a mi país, que viviría ahí con mi familia. Existía la esperanza de que las cosas mejoraran en algún momento.
Durante mis primeros años aquí, siempre mantuve un vínculo fuerte con mi Venezuela. Pero a medida que pasaba el tiempo, la situación allá se ponía cada vez peor. Chávez ganó las elecciones en 1998 y a partir de 1999 empezó a llevar al país en camino al peor fiasco de nuestra historia. La última vez que estuve en Venezuela fue en el 2007. El deterioro ya era enorme en aquel entonces, a pesar de que los precios del petróleo estaban más altos que nunca. Se podía ver el descuido en las calles abarrotadas de tráfico, un crecimiento desordenado, construcciones abandonadas, suciedad. El caos abundaba mientras la comida empezaba a escasear. Dejé de ir principalmente por miedo a la inseguridad. La tasa de criminalidad continuaba creciendo. También dejé de ir porque muchas personas queridas ya empezaban a irse del país y los que quedaban vivían con más dificultades, y porque el descontento empezó a generar más violencia en las calles cuando la gente salía a protestar.
Hace unos años, en el 2014, la gente empezó a protestar masivamente en las calles. Había esperanza de que con la protesta quizá se podría poner presión en el gobierno para que hubiera cambios.Y hubo cambios, lamentablemente para peor. Hubo represión, muertes, jóvenes encarcelados y torturados. Momentáneamente hubo esperanza. En el año 2015 la oposición triunfa en las elecciones ganando una amplia mayoría en los asientos de la Asamblea Nacional. Pero una cantidad de maniobras ilegales del gobierno terminan por quitarle el poder a la Asamblea. Las protestas llegaron a un punto de ebullición en el año 2017 cuando los opositores lideraban sin descanso la salida a las calles. Al mismo tiempo se logró que incrementara la presión internacional, con la oposición encontrando aliados, mientras el gobierno perdía muchos de los suyos. Sin embargo fue también en ese año cuando el gobierno afianzó su control y aplacó a los opositores. En medio de fuertes protestas constantes durante cuatro meses, con los problemas económicos y de salud agudizándose, el gobierno reprimía con mano dura. En otra maniobra sucia durante ese tiempo, también se creó la Asamblea Nacional Constituyente, formada por representantes simpatizantes al gobierno, cuyo propósito era redactar una nueva constitución, pero la cual terminó asumiendo otros poderes. La represión ese año dejó 72 muertos, según el diario El Nacional y miles de heridos y encarcelados. Al final la oposición se divide y pierde fuerza. Luego el gobierno formalmente, bajo la desición 156 del Tribunal Supremo de Justicia, hace que el mismo tome las funciones de la Asamblea Nacional. La gente ya exhausta, dejó de salir a las calles y aceptó la derrota. Para muchos, las alternativas eran o resignarse o emigrar. Así durante los últimos dos años, otros países se han visto inundados de venezolanos en busca de un mejor futuro.
En los últimos dos meses el mundo ha presenciado una nueva etapa de esta historia que trae muchas esperanzas. Una gran parte de la comunidad internacional se ha unido en apoyar a la oposición venezolana, en la figura del líder emergente Juan Guaidó. Este joven líder, jefe de la Asamblea Nacional, basado en el clamor de la oposición de que las últimas elecciones presidenciales no fueron válidas, y en una provisión de la constitución, ha asumido el cargo de presidente interino hasta que se hagan elecciones justas. Sin embargo, a pesar de la inmensa presión internacional y el descontento interno expresado en múltiples protestas masivas, el gobierno se aferra al poder en manos de los militares que los apoyan. Es decir que la incertidumbre es grande y el caos se incrementa.
Todo esto yo lo vivo desde aquí, como una testigo lejana, pero testigo al fin porque veo con dolor el sufrimiento que esta tragedia ha traído y lo sufro. Leer las noticias y compartir con otros lo que está pasando, más de una vez me ha llenado los ojos de lágrimas. El compartir esta tristeza nos llena de indignación a los venezolanos que estamos fuera del país, pero sabemos que aunque lejos de nuestra tierra, aquí llevamos un pedacito de ella y al compartir revivimos un poco el espíritu de las cosas buenas que dejamos, así como también el consuelo de juntos entender nuestro dolor.
My Venezuela
When you emigrate to another country, the land you leave behind always stays with you, and I feel that way about Venezuela. It is in my heart. It is the land where I was born and raised. It is a country that marks my identity, the person I am, my passions, the way I communicate, and even my outlook of life. When I hear my Venezuelan friends speak, I am transported back to a familiar territory. So few spoken words can mean so much to me when I hear the expressions I grew up with. And that creates a special connection with these people. How incredible to be able to share our sense of humor, our memories, our food, and the music that makes us move! These are the ties that bind us, give us life. But inevitably when we Venezuelans get together, at one point or another, our conversations turn to the current situation in our homeland. Perhaps it starts with a question about how a family member is doing. Suddenly, faces get longer and a painful tales begin. Unfortunately such tales are part of being a Venezuelan as well.
All Venezuelan who live out of the country, like me, feel the sadness of the disaster happening back home, in spite of the distance. And that’s because our families and friends live it everyday. My parents for example came to live here full-time last year. Prior to coming here, they would split their time between the U.S. and Venezuela. But during their last stay in Venezuela, they decided it was time to make the U.S. their home. That last time, once again, they had to experience the odyssey of everyday life in that country, from grocery shopping, to withdrawing money from the bank, to finding medicines, and even dealing with the constant shortages of water and electricity. They told me that a trip to the supermarket had turned into a queue that ate up hours of the day. Some people would cut to the front of the line and everyone was afraid to confront them due to the fear of violence. If there was no milk, they would not drink milk. If the line to buy chicken was too long, then they would not buy chicken. They bought whatever they could find. They ate that or nothing. A trip to the bank necessitated lots of shopping bags because the bills were so worthless. In spite of this, there was also a limit to what you could withdraw. And the limit was so low that they never had enough money to buy what was needed. But there was not much money in their bank accounts anymore anyway, and that money would soon turn to nothing as hyperinflation ate up what little remained. Filling a prescription or getting medicine became a journey that took a life of its own. They had to travel far and wide to find a pharmacy that stocked what they needed. Often they relied on word of mouth to figure out which pharmacy had what and when. Sometimes after a day of searching they returned empty-handed.
But that last time they went to Venezuela, the situation was worse than ever. The car they had back home, and which they loaned to my brother to use in their absence, had a mechanical problem, and they were unable to find the necessary replacement parts to repair it. This forced them to only get around by foot or via public transportation, which made it hard to see family. And then when they could see family, it was only to hear painful stories. Medicine was not to be found. Their monthly pension was gobbled by inflation. To come to this country was not what they wanted to do. The money from their pensions would not be able to be transferred here, and if they wanted to get it in dollars on the black market–the only possibility–it would be worth almost nothing. Besides, it would be very complicated to get someone to manage the process. The humble home my parents owned wouldn’t sell, and even if they could, it would not have been easy to convert the money into dollars. They preferred to leave it behind to an uncle who had nowhere to live. That’s how they came to live here, with nothing, my mother at 77 years old and my father at 82. They came to live with my sister and I, to depend on us, without being able to speak English, and leaving the rest of their family behind. But they made the decision thinking it would be for the best. And just like they came here in those harsh conditions, there are other Venezuelans who remain there, dealing with the problems and trying to survive every passing day.
My friends have other stories. Siblings who have left or are in the process of leaving, and the roadblocks they face. Family members who stay, always sending money or other things to them to cover their needs. There are also those who get sick and cannot find adequate treatment. There are stories of people who have been robbed violently and are thankful to be left alive. And there are those who have lost their lives in the hands of the criminals or for lack of medical attention.
I left my country over twenty three years ago, in the year 1995. At that time people said there was an economic crisis. The true golden age of Venezuela took place from the beginning of the 70’s up until 1980, ending long before I left. I was a little girl during the so-called golden age. In 1973, the oil barrel turned from an average price of $2.90 to $11.90, and with oil being responsible for more than 25% of the government income at the time, the increase in government’s funds was huge. It was an era of development, of growth, of happiness, and of hope. There were problems; each successive government seemed to be a little more corrupt than the prior one, and the wealth was not distributed fairly. Despite all this, the place where I grew up was generally a happy place. I remember parties and family reunions, people talking about trips abroad, the proliferation of social clubs where families went to have fun, people dressing in all the latest trends, young people getting scholarships to study in the best schools in the world coming back to Venezuela. I also remember people throwing lavish parties, and the beauty queens making everyone proud. At home there was not the same abundance that I saw around me, but we were never struggling. When I think back on that time, my memories are full of the enjoyed food, of the music tunes we danced to, of the emotions felt at sharing time with each other, laughing, and having a good time.
Then we had to face the downfall. On February 18, 1983, we Venezuelans felt it as a shock, a day that went down in our history as “the black friday.” That day on national television, the president announced measures that would change everyone’s lives. The most symbolic change, which marks a “before and after,” was the devaluation of the currency, which had been fixed at 4.3 Bs/dollar since 1961, and became 7.5 Bs/dollar that day. Oil prices were falling. This is when many of the extravagances I saw growing up began to end. The government scholarships dried up; people traveled less; unemployment rose along with prices; and there was anguish and discontent. Additionally, security became a national issue. People started to hear about more robberies and violent crimes.
Towards the end of the 80’s when I was attending university, I thought that the young people of my generation would be able to make a difference. We were studying to be better professionals and administrators, and that way we would not make the mistakes of the past. We had to change the course of the country for the better. Unfortunately as time went by, our nation seemed always to take one step forward and two steps back. When I left the country in 1995, there was a lot of disillusion. There was little optimism; the mentality was more about “save yourself if you can.” As oil income dropped and the financial system fell into crisis, many opted to take their money out of the country. I was already contemplating leaving, but not because of the crisis, although that helped me make my decision. Venezuela, despite its problems, was my life. I decided to come to this country largely because I was in a long-distance relationship with an American boyfriend, and we wanted to be together. Additionally because I found exciting the idea of exploring another country and having the experience of living here. Then we decided I would come. At that moment I always thought I would go back to my country, that I would live there with my family. There was hope that things would get better.
During my first few years in the U.S., I always had a strong bond with my Venezuela. But as time passed, the situation back home always got worse. Hugo Chavez won the election of 1998 and put the country on the road to the worst fiasco in our history. The last time I visited Venezuela was in 2007. Even though oil prices were rising, I noted on that visit the huge deterioration of the country. Streets were increasingly falling into disrepair; traffic gridlocked the capital city; abandoned construction projects littered the landscape; trash and litter became a problem; and crime was on the rise. Chaos was growing while the food began to dwindle. I stopped visiting mainly because of the fear of crime. I also stopped going because so many loved ones were also leaving, and those who stayed were living in increasingly difficult conditions; and because the discontent started to generate more violence when people took to the streets to protest.
A few years ago, in 2014, the street protests became truly massive. People hoped that they could pressure the government into making changes. And there were changes, but unfortunately for the worse. There was repression: young protesters were jailed, tortured, and murdered. Within a year though, there was hope when the opposition won a wide majority in the National Assembly elections. But with a series of illegal maneuvers and changes, the government stripped the assembly of power. In 2017 the country reached a boiling point when opposition leaders united and tirelessly led street protests. At the same time, international pressure began mounting on Venezuela, with the opposition finding allies in some countries while the government lost many of its old friends. Regardless, that year, the government only consolidated their control and quelled the opposition. In the middle of the four months of fierce and constant protests, with economic and health issues heightening, the government hit back with an iron fist. In another dirty maneuver of the time, a National Assembly of Constituents was created, made out of representatives all sympathetic to the government, which had the purpose of writing a new constitution, but this Assembly ended up taking even more power in the hands of the government. The repression of that year left behind 72 deaths, according to the newspaper El Nacional, and thousands of others wounded and in prison. The opposition ended divided and losing power. Then the government formally made the decision that the Tribunal Justice Court would take over the function of the National Assembly. The people, now exhausted, accepted the defeat. For many, the alternatives were to either resign themselves to the situation or emigrate. That is how throughout the last two years, other countries have seen an inundation of Venezuelans in search of a better future.
I live through all of this from here, like a witness from afar, but a real witness all the same. Because I see with pain the suffering that this tragedy has brought, and I ache. Reading the news and sharing with others what is happening has filled my eyes with tears. Sharing this sadness fills us, the Venezuelans who have left the country, with indignation. But we know that even though we are away from our home land, we carry with us a small piece of her, and in sharing with each other, we revive a piece of the spirit of the good things we left behind, and the solace of together understanding our pain.
When you emigrate to another country, the land you leave behind always stays with you, and I feel that way about Venezuela. It is in my heart. It is the land where I was born and raised. It is a country that marks my identity, the person I am, my passions, the way I communicate, and even my outlook of life. When I hear my Venezuelan friends speak, I am transported back to a familiar territory. So few spoken words can mean so much to me when I hear the expressions I grew up with. And that creates a special connection with these people. How incredible to be able to share our sense of humor, our memories, our food, and the music that makes us move! These are the ties that bind us, give us life. But inevitably when we Venezuelans get together, at one point or another, our conversations turn to the current situation in our homeland. Perhaps it starts with a question about how a family member is doing. Suddenly, faces get longer and a painful tales begin. Unfortunately such tales are part of being a Venezuelan as well.
All Venezuelan who live out of the country, like me, feel the sadness of the disaster happening back home, in spite of the distance. And that’s because our families and friends live it everyday. My parents for example came to live here full-time last year. Prior to coming here, they would split their time between the US and Venezuela. But during their last stay in Venezuela, they decided it was time to make the US their home. That last time, once again, they had to experience the odyssey of everyday life in that country, from grocery shopping, to withdrawing money from the bank, to finding medicines, and even dealing with the constant shortages of water and electricity. They told me that a trip to the supermarket had turned into a queue that ate up hours of the day. Some people would cut to the front of the line and everyone was afraid to confront them due to the fear of violence. If there was no milk, they would not drink milk. If the line to buy chicken was too long, then they would not buy chicken.. They bought whatever they could find. They ate that or nothing. A trip to the bank necessitated lots of shopping bags because the bills were so worthless. In spite of this, there was also a limit to what you could withdraw. And the limit was so low that they never had a enough money to buy what was needed. But there was not much money in their bank accounts anymore anyway, and that money would soon turn to nothing as hyperinflation ate up what little remained. Filling a prescription or getting medicine became a journey that took a life of its own. They had to travel far and wide to find a pharmacy that stocked what they needed. Often they relied on word of mouth to figure out which pharmacy had what and when. Sometimes after a day of searching they returned empty handed.
But that last time they went to Venezuela, the situation was worse than ever. The the car they had back home, and which they loaned to my brother to use in their absence, had a mechanical problem, and they were unable to find the necessary replacement parts to repair it. This forced them to only get around by foot or via public transportation, which made it hard to see family. And then when they could see family, it was only to hear painful stories. Medicine was not to be found. Their monthly pension was gobbled by inflation. To come to this country was not what they wanted to do. The money from their pensions would not be able to be transferred here, and if they wanted to get it in dollars on the black market – the only possibility – it would be worth almost nothing, besides it would be very complicated to get someone to manage the process. The humble home my parents owned wouldn’t sell, and even if they could, it would not have been easy to convert the money into dollars. They prefered to leave it behind to an uncle who had nowhere to live. That’s how they came to live here, with nothing, my mother at 77 years old and my father at 82. They came to live with my sister and I, to depend on us, without being able to speak English, and leaving the rest of their family behind. But they made the decision thinking it would be for the best. And just like they came here in those harsh conditions, behind there are other Venezuelans who stay there, dealing with the problems and trying to survive every passing day.
My friends have other stories. Siblings who have left or are in the process of leaving, and the roadblocks they face. Family members who stay, and always sending money or other things to them to cover their needs. There are also those who get sick and cannot find adequate treatment. There are stories of people who have been robbed violently, and are thankful to be left alive. And there are those who have lost their lives in the hands of the criminals or for lack of medical attention.
I left my country over twenty three years ago, in the year 1995. At that time people said there was an economic crisis. The true golden age of Venezuela took place from the beginning of the 70’s, up until 1980, ending long before I left. I was a little girl during the so-called golden age. In 1973, the oil barrel turned from an average price of $2.90, to $11.90, and with oil being responsible for more than 25% of the government income at the time, the increase in government’s funds was huge. It was an era of development, of growth, of happiness, and hope. There were problems; each successive government seemed to be a little more corrupt than the prior one, and the wealth was not distributed fairly. Despite all this, the place where I grew up was generally a happy place. I remember parties and family reunions, people talking about trips abroad, the proliferation of social clubs where families went to have fun, people dressing in all the latest trends, young people getting scholarships to study in the best schools in the world coming back to Venezuela. I also remember people throwing lavish parties, and the beauty queens making everyone proud. At home there was not the same abundance that I saw around me, but we were never struggling. When I think back on that time, my memories are full of the enjoyed food, of the music tunes we danced to, of the emotions felt at sharing time with each other, laughing, and having a good time.
Then we had to face the downfall. On February 18, 1983 we, Venezuelans,l felt it as a shock, a day that went down in our history as “the black friday.” That day on national television, the president announced measures that would change everyone’s lives. The most symbolic change, which marks a “before and after,” was the devaluation of the currency, which had been fixed at 4.3 Bs/dollar since 1961, and became 7.5 Bs/dollar that day. Oil prices were falling. This is when many of the extravagances I saw growing up began to end. The government scholarships dried up; people traveled less; unemployment rose along with prices; and there was anguish and discontent. Additionally, security became a national issue. People started to hear about more robberies and violent crimes.
Towards the end of the 80’s when I was attending university, I thought that the young people of my generation would be able to make a difference. We were studying to be better professionals and administrators, and that way we would not make the mistakes of the past. We had to change the course of the country for the better. Unfortunately as time went by, our nation seemed always to take one step forward and two steps back. When I left the country in 1995, there was a lot of disillusion. There was little optimism; the mentality was more about “save yourself if you can”. As oil income dropped and the financial system fell into crisis, many opted to take their money out of the country. I was already contemplating leaving, but not because of the crisis, although that helped me make my decision. Venezuela, despite its problems, was my life. I decided to come to this country largely because I was in a long distance relationship with an American boyfriend, and we wanted to be together. Additionally because I found exciting the idea of exploring another country, and having the experience of living here. Then we decided I would come. At that moment I always thought I would go back to my country, that I would live there with my family. There was hope that things would get better.
During my first few years in the US, I always had a strong bond with my Venezuela. But as time passed, the situation back home always got worse. Hugo Chavez won the election of 1998 and put the country on the road to the worst fiasco in our history. The last time I visited Venezuela was in 2007. Even though oil prices were rising, I noted on that visit the huge deterioration of the country. Streets were increasingly falling into disrepair; traffic gridlocked the capital city; abandoned construction projects littered the landscape; trash and litter became a problem; and crime was on the rise. Chaos was growing while the food began to dwindle. I stopped visiting mainly because of the fear of crime. I also stopped going because so many loved ones were also leaving, and those who stayed were living in increasingly difficult conditions; and because the discontent started to generate more violence when people took to the streets to protest.
A few years ago, in 2014, the street protests became truly massive. People hoped that the they could pressure the government into making changes. And there were changes, but unfortunately for the worse. There was repression: young protesters were jailed, tortured, and murdered. Within a year though, there was hope when the opposition won a wide majority in the National Assembly elections. But with a series of illegal maneuvers and changes, the government stripped the assembly of power. In 2017 the country reached a boiling point when opposition leaders united and tirelessly led street protests. At the same time, international pressure began mounting on Venezuela, with the opposition finding allies in some countries while the government lost many of its old friends. Regardless, that year, the government only consolidated their control and quelled the opposition. In the middle of the four months of fierce and constant protests, with economic and health issues heightening, the government hit back with an iron fist. In another dirty maneuver of the time, a National Assembly of Constituents was created, made out of representatives all sympathetic to the government, which had the purpose of writing a new constitution, but this Assembly ended up taking even more power in the hands of the government. The repression of that year left behind 72 deaths, according to the newspaper El Nacional, and thousands of others wounded and in prison. The opposition ended divided and losing power. Then the government formally made the decision that the Tribunal Justice Court would take over the function of the National Assembly. The people, now exhausted, accepted the defeat. For many, the alternatives were to either resign themselves to the situation, or emigrate. That is how throughout the last two years, other countries have seen an inundation of Venezuelans in search of a better future.
In the last two months the world has witnessed a new chapter in this history that brings immense hope. A large part of the international community has come together to support the Venezuelan opposition, through the emergent figure of Juan Guaidó. This young leader, who was elected head of the National Assembly, based in the opposition’s posture that the last presidential elections were not valid, and in a constitutional provision, has assumed the interim president position until fair elections happen. However, in spite of the huge international pressure and the internal satisfaction expressed through the multiple massive protests, the government still hangs on to power through military support. As a result, uncertainty runs rampant, and the chaos remains.
I live through all of this from here, like a witness from afar, but a real witness all the same. because I see with pain the suffering that this tragedy has brought, and I ache. Reading the news and sharing with others what is happening has filled my eyes with tears. Sharing this sadness fills us, the Venezuelans who have left the country, with indignation. But we know that even though we are away from our home land, we carry with us a small piece of her, and in sharing with each other, we revive a piece of the spirit of the good things we left behind, and the solace of together understanding our pain.